Antonio Morales*
La huelga general del pasado 14-N es la octava de la democracia
española posfranquista. Siempre, recurrentemente, se ha producido
alrededor de ellas un baile de cifras y de controversias sobre su éxito o
fracaso. Los promotores y sus destinatarios han usado estratégicamente
tácticas de calentamiento o enfriamiento antes de su celebración en
todas las ocasiones. El día después se originan también diferencias en
las valoraciones, aunque no han sido pocas las veces en las que sus
resultados obligaron al gobierno de turno a desdecirse de sus
planteamientos iniciales, como hizo Felipe González en 1988 con el plan
de empleo juvenil.
Pero eso era antes. En la celebrada días atrás y antes, durante y
después de la huelga, la campaña de acoso y desprecio a los convocantes y
a los que la secundaron ha sido brutal. Los sindicatos son violentos,
vividores subvencionados e irresponsables. Los que no acudieron ese día
a su trabajo, o salieron con ellos a reivindicar la defensa del Estado
de derecho y la Democracia que nos están desmantelando, han sido unos
insensatos y antipatriotas de primer orden. La convocatoria y la
celebración de la jornada de reivindicación sindical y ciudadana, de
“carácter político”, señalado así, con énfasis, para seguir
contribuyendo al desprestigio de la política, ha puesto en riesgo la
“marca España” y ha causado un enorme perjuicio a la economía del país.
Tanto, que es imprescindible una nueva Ley de Huelga restrictiva e
incluso el cuestionamiento de la existencia de las organizaciones
sindicales.
Pero lo que me resulta más grave son las manifestaciones del Gobierno
y del Parlamento ninguneando a la ciudadanía y a sus justas demandas
sociales. Si ya resulta un desprecio que la Cámara de Diputados se
convocara ese día para debatir los presupuestos, en clara confrontación
con la gente a la que representa, no lo son menos las declaraciones de
Mariano Rajoy antes de la jornada de paro. El martes 13, y ante un grupo
significativo de directivos de empresas, manifestó que no cambiaría su
política económica de ajustes y recortes que tanto drama produce cada
día. Es lo mismo que vino a decir de Guindos en la valoración de sus
resultados: “el camino iniciado es el único posible para salir de la
crisis”. Martínez Pujalte fue más explícito: “el PP se debe a sus
votantes”. Continuaban de esta manera despreciando a cientos de miles de
hombres y mujeres al igual que lo hizo el presidente en Nueva York,
tras las manifestaciones del 25-S, haciendo un reconocimiento a la
“mayoría silenciosa” mucho más numerosa “que no sale a la calle , que no
se les ve, pero están, ahí”, apoyando sus propuestas.
Y no se paran a valorar, más allá de sus compromisos con el
neoliberalismo y Merkel, el enorme daño que están produciendo con sus
políticas, o con su renuncia a la política, a millones de españoles y a
la democracia. El miedo al futuro que siembran, la desesperanza que
generan con el “no hay alternativa, es lo que hay que hacer” y la
coerción a la participación y a las reivindicaciones ciudadanas, están
rompiendo la cohesión social, abriendo una enorme separación entre la
ciudadanía y las instituciones democráticas y sus representantes.
El empobrecimiento de una parte importante de la población, el acoso
hasta la extinción de las clases medias y la potenciación de una
oligarquía económica pasa, inexorablemente, por diluir la participación
ciudadana y por romper su papel protagonista en la construcción de un
modelo de sociedad plural, equitativo y socialmente justo. Porque como
dice Alain Touraine: “la ciudadanía da derechos”. El desprecio a los
derechos de los ciudadanos abre cada día brechas entre estos y un modelo
político institucional conformado por partidos mayoritarios que no dan
respuestas, por sindicatos cuestionados, por medios de comunicación
acríticos y por una élite empresarial con vocación de dominio absoluto
sobre lo público y el rechazo a cualquier control social sobre la
economía. Por eso hay que desprestigiar y minusvalorar lo que Roger
Baltra (Democratizar a la democracia) considera que está creciendo
lentamente pero inexorablemente en muchos países: “una nueva cultura que
impulsa una multitud heterogénea de fenómenos, que van desde los
consejos ciudadanos, auditorías populares y organizaciones en defensa de
los derechos humanos, hasta asociaciones internacionales de
observación, instituciones autónomas de vigilancia y grupos que
monitorean los abusos de poder”. Es la misma tesis que sostiene John
Keane cuando habla de una democracia monitorizada dotada de mecanismos
extraparlamentarios, examinadores del poder y que va más allá de la
celebración de elecciones. Se trata de conseguir más voces para la
ciudadanía que combatan los efectos mortíferos de las “ilusiones
insensatas, cinismo y desafección que se encuentran entre las mayores
tentaciones que acechan a los ciudadanos y a sus representantes elegidos
y no elegidos”.
Elvira Méndez, catedrática de Derecho europeo, acaba de publicar un
libro ("La revolución de los vikingos: la victoria de los ciudadanos".
Planeta) donde nos cuenta cómo los islandeses hicieron dimitir a su
Gobierno, se negaron a pagar la deuda externa, llevaron a su
expresidente ante la Justicia y, hasta este momento, han metido a tres
banqueros en la cárcel. El futuro de la democracia pasa por una
ciudadanía fuerte, organizada, esperanzada, capaz de luchar por su
futuro, firme para canalizar su indignación, tenaz en la reactivación de
una democracia cautiva. Y es eso lo que se pretende combatir por la
fuerza o por la desmovilización controlada. El acoso a la huelga
general, a las manifestaciones ciudadanas, a los movimientos cívicos
organizados, no es, por tanto, fruto de la casualidad. El vallado una y
otra vez del Congreso de los Diputados y que se prohíba este año la
celebración del Día de Puertas Abiertas en esta sede es una imagen
diáfana de cómo algunos entienden la política, la democracia, la
transparencia y a quiénes se deben los que ahí debaten y legislan cada
día.
*Antonio Morales es Alcalde de Agüimes.